Me encanta mi barrio, ha dado un cambio radical en los últimos años, poco después de que yo lo eligiera como mi centro de operaciones. Había vivido unos años en el extrarradio pero me cansé: era una casa grande, con dos habitaciones, terraza, cocina inmensa, etc. Todo eso estaba muy bien pero tardaba una hora en llegar al centro, una hora en llegar al trabajo. Pensé que lo mejor era vivir en una casa más pequeñita a cambio de estar donde está todo y tener el trabajo al lado.
Cuando me mudé al que hoy es mi barrio, no obstante, echaba de menos más tiendas y restaurantes locales: todo eran franquicias. Pero en los últimos tiempos el barrio se ha revolucionado: muchos jóvenes emprendedores lo han llenado de cafés, galerías de arte, pequeños restaurantes de comida local. Y por fin puedo ir a comer si tener que preguntar mil veces por lo alérgenos del menú.
En mi calle hay un restaurante que se ha convertido casi en mi oficina del tiempo que paso allí. Es un lugar vegano con mucha atención a las intolerancias alimentarias: me siento como pez en el agua porque yo siempre he tenido muchos problemas con la comida.
A Irene, la dueña, no le tengo que explicar que es sin lactosa porque lo sabe muy bien: ella también tiene intolerancia a la lactosa. Cuando entro por la puerta no tengo explicar cómo quiero el café, qué no tienen que poner en la ensalada: me conocen muy bien. Soy un cliente fijo y ya conocen mis gustos y mi “dieta”, pero tratan igual a los clientes nuevos, siempre interesándose por cualquier pequeño detalle para hacer su velada lo más agradable y sana posible.
Pero este restaurante no es, ni mucho menos, el único establecimiento que se ha ganado el cariño de todo el barrio. A dos pasos hay un café espectacular. Solo venden café y zumos: nada de alcohol. Aquí también saben muy bien que es sin lactosa pero además el local está deliciosamente decorado. Nadie apostaba por él cuando lo abrieron, pero ahora está siempre a reventar. Lo dicho, me encanta mi barrio.