Mis primeros 18 veranos fueron muy parecidos. Por supuesto, los primeros no los recuerdo, pero según me han contado no diferían mucho de los más recientes. Gracias al trabajo de mi padre, el verano se alargaba un poco más que el de los demás, y a veces estábamos hasta 2 meses fuera. Pero para ahorrar costes íbamos de camping. Hoy en día es un concepto vacacional menos habitual, pero hubo un tiempo en aquello era de lo más normal.
Y así me curtí yo durante infinitos veranos, en diferentes campings de varias provincias españolas, pero generalmente en Castilla y León. El centro de operaciones del verano, para los más pequeños, era la piscina. En torno a ella, giraba todo. Bueno, al principio fue el río, porque en los primeros años los campings a los que íbamos no tenían piscina.
Pero en definitiva el baño era el asunto central del verano. Los calores de Castilla, sobre todo para la gente que veníamos del norte eran difíciles de aguantar, así que debíamos remojarnos bien para estar frescos. Fue así como empezó mi idilio con el agua. Me acuerdo hasta de los bañadores que llevaba de pequeño, sobre todo de uno verde con cordones colores chillones que eran la envidia de mis amigos. De hecho, creo que ese bañador todavía lo tengo por ahí perdido en alguna parte.
En la piscina se cocía todo. Yo era de ir también por las mañanas, porque nos sacábamos el bono y podíamos entrar a cualquier hora. Por las mañanas había menos gente, y se estaba más tranquilo. Por las tardes llegaba el mogollón y jugábamos a un montón de cosas.
Recuerdo una vez que los amigos se aliaron contra mí a mis espaldas y decidieron que había que quitarme el bañador con los cordones colores. Fue debajo del agua y allí me quedé yo con las vergüenzas al aire mientras ellos festejaban haber conseguido el preciado trofeo. Cuando ya estaba a punto de pillar una pulmonía, alguien se apiadó de mí y me devolvió el bañador. Por supuesto, aquella afrenta fue devuelta a sus protagonistas de formas diversas…